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martes, 26 de julio de 2011

Mi naturaleza siempre había sido esa y veintiséis años después no iba a pretender cambiarla.
Encerrada en un infierno, sin nadie más que la fría y aspera soledad, intentaba recuperarme de un pasado que había dejado varias cicatrices punzantes sobre mi cuerpo y una mirada vacía que no decía nada, solo explayaba tristeza por cada rincón, como si fuese el último sentimiento existente en la faz de la tierra. Después de todo, era el único que habitaba en mi.
Y aún encerrada en esta cueva, sin vista alguna ni nadie con quien conversar sobre literatura o algún fenómeno climático, ni puchos para calmar mi ansiedad, llegaba desde lejos un vestigio fugaz descarriado de lo que alguna vez fuimos, y aún lo recuerdo como si fuese la última gota de luz que alumbra el lugar, la única razón para seguir acostada en un rincón sin moverme, sola, con frío, sin mis puchos ni la dulce sensación de estar erguida sobre un pedazo de papel que se une con otro para formar algo, no sé, alguna forma geométrica o algo más cálido quizá, parecido a un hogar.

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