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viernes, 30 de septiembre de 2011

Para que no tengamos soledad.

-¿Quien te entiende?
   Repetí por lo bajo mientras introducía la llave en la puerta. Un acto rutinario, que hacia todos los días casi sin darme cuenta si no era por alguna u otra correspondencia que Tano, el portero, solía dejarme en el piso para cuando regresara de la facultad.
   Preparé un café, no estaba de animo para cocinar, para limpiar, para estudiar. Rutina. Rutina y más rutina.
   Abro la ventana con la esperanza de ver algo distinto a los edificios que veo cada mañana, a las luces encendidas de la ciudad donde no elegí nacer, donde nadie se preocupa por nadie, donde todos viven vidas paralelas sin importarles de que color está el cielo.
-¿ Sabes que es lo que necesitas? me habías dicho minutos antes.
-¿Quien te entiende?¿Por que siempre soy yo la del problema?, grité con furia.
   Y partí, como de costumbre.
   Tomé el bondi y encendí un cigarrillo, ese que le da sabor a mis noches, ese que me esconde de los fantasmas del mundo. Rutina, pensé para mi.
   Rutina y más rutina. Rutina que entra por mis pulmones y los absorbe, rutina que penetra en mis venas como droga, que me inunda de un vacío existencial que solo se apagaba cuando estaba con vos.
   Pero las cosas a la larga se mueven, y lo único que queda intacta es la rutina, esa maldita costumbre de repetir los momentos, los pensamientos, las costumbres, los actos. Esa fría y recalculada rutina que nos envuelve de soledad, que nos deja paralizados por lo que está por venir, por el deseo insatisfactorio de saber si las cosas cambiarán pronto o si tendremos que esperar un nuevo amanecer.
   Y mientras vos elegís moverte,  yo prefiero quedarme con mis cigarrillos y mi abrumadora rutina.

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