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viernes, 24 de junio de 2011

Le decían que no se preocupe, que ya tendría tiempo para encargarse de las cosas por si misma. Sin embargo seguía danzando de un lado a otro de su palacio, deslizándose suavemente sobre sus pies, buscando alguna mirada que alabe sus movimientos, que se de cuenta que aún tenia la capacidad de existir.
Era una niña triste, como la mayoría que recidian en Buenos Aires por aquella época. Asistía a muchas reuniones sociales, hablaba como si fuese feliz y se disfrazaba con elegantes sonrisas que su madre se encargaba de comprar.
Pero ella no era feliz.
Le faltaba algo, si, algo que no representaba esos hermosos vestidos que descansaban en su ropero esperando la próxima oportunidad para ser usados. A veces se los probaba en la intimidad de su habitación y bailaba frente al espejo. Porque Juana era feliz cuando estaba sola, cuando nadie la miraba, cuando podía poner a descansar el baúl de sentimientos que guardaba tras las sonrisas compradas en algún mercado de la ciudad, esos donde van las señoras con sus hijas para pasar horas y horas metidas en alguna tienda para luego ir a tomar té.
Lo que en verdad le faltaba a Juana era amor, libertad. No era dueña de sus propios sentimientos, ni siquiera se le permitía expresar alguna sonrisa verdadera (no, las compradas eran mejores). Su madre desde pequeña le había impuesto un juramento que marcaba su destino, donde se establecía lo que debía o no hacer. Sentarse derecha, peinarse todas las mañanas, usar los vestidos floreados, tocar el piano solo a la tarde cuando las amigas de su madre se reunían para hablar sobre lo ocurrido en la semana, no hablarle a desconocidos, no ruborizar sus mejillas, no salir sola de la casa. Juana pensaba de un modo pero actuaba de otro. A diferencia de muchos, no era dueña de sus actos. Lo único que poseía era su imaginación, fiel compañera a las largas travesías que abordaban juntas por la noche en algún jardín del Edén.
Juana estaba cansada de no poder amar, de que cuando los hombres la miraban su madre la pellizcara. No sabía lo que era, pero muchas jovencitas se estaban enamorando en la ciudad y se casaban para vivir junto a su prometido. ¿Qué había ocurrido con el amor en su vida? Sus únicas amigas eran sus criadas, pero a su vez debía tener cuidado de que Madame, así se hacia llamar su madre, no la viera o la castigaría. Estaba cegada de tristeza, de soledad. Sus ojos transmitían un reflejo incierto que acababa en el punto mismo de su sonrisa comprada la tarde anterior.
Entonces, cansada de no poder expresarse y de soportar la ausencia de amor en su cuerpo, Juana decidió huir lejos, a algún lugar donde nadie la pueda encontrar, donde el sol la cubra con sus rayos, donde pueda sonreír con gran pureza y las sonrisas compradas no existan. Se dirigía a alguna utopía, algún punto en el horizonte donde pueda usar cualquier vestido sin importar la ocasión, donde pueda amar y ser amada sin sentir miedo a salir lastimada.

Y entonces un piano comenzó a tocar una dulce melodía de despedida.

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