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miércoles, 7 de septiembre de 2011

El arte de llorar (o reír)

Roberta siempre fue de llorar mucho, casi desesperadamente. Porque para ella no había mejor remedio que expulsar las penas del corazón a través de las lagrimas, que caían una por una, como la lluvia que cae torrencial hasta descargar todas las nubes que cubren el cielo gris.
A Roberta le pasaba algo parecido. Reía y lloraba, deliberadamente. No pasaba un día sin llorar, pero tampoco sin reír. Su madre la observaba atónita, aún sin comprender como una persona podía pasar de un estado sentimental a otro tan rápidamente y con tanta profundidad, tal como observaba hacer a su hija.
En su barrio llegaron a creer que ese era el arte de Roberta, que su vida se limitaba a esa pequeña caja de cartón que día a día intentaba cuidar, su lecho de cristal, su muñequita de porcelana. Y a ella no le molestaba en lo absoluto que la juzguen, 'después de todo ustedes no son jueces, ¿o si?' respondía con cierto tono de burla que dejaba asomar una picara sonrisa. Sin embargo más tarde se encerraría a llorar en su habitación, cuando todos dormían y nadie la veía.
Roberta lloraba y reía, reía y lloraba, como si ambas cosas vinieran acompañadas de la mano, una tras otra.

Y es que tal vez, para Roberta, la vida no era más que eso: una mezcla consistente de risa y llanto.